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Soberanía alimentaria: La reivindicación de nuestra identidad


Artículo y fotografía:

Gabriel Rivera F.



La producción ecológica es económica y socialmente rentable, además de aportar enormes beneficios para la salud. Es la producción agraria y ganadera del futuro. La única capaz de garantizar un desarrollo sostenible que una los saberes antiguos y las nuevas investigaciones puestas en manos de la sociedad. Los transgénicos impiden ese progreso hacia un mundo mejor”.

Félix Ballarín. Agricultor ecológico


El modo capitalista que propende la libre competencia y que apunta a la consecución de libertades económicas fue desplazado por el modelo monopolista, otra forma de capitalismo que se basa en la concentración de propiedad y producción. En la agricultura, por ejemplo, es común que se presenten procesos de concentración; las reglas del juego de este sistema económico tienden a favorecer la conformación de monopolios, desfavoreciendo y desplazando a los pequeños productores, y dejando consecuencias nefastas para la sostenibilidad del planeta y sus suelos; además de un empobrecimiento sistemático de las zonas rurales de algunos lugares del mundo.


Este proceso de crecimiento exponencial de la Agroindustria fue bautizado en 1968 por William S. Gaud como La Revolución Verde. Esta consiste principalmente en la industrialización del campo, con el uso de fertilizantes, plaguicidas, sistemas de riego y técnicas que potencian la sobreproducción de alimentos. Dos décadas le tomó a este nuevo modelo extenderse por todo el mundo impactando drásticamente el desarrollo de las relaciones productivas, comerciales y alimentarias de toda la especie humana, y, aunque su intención inicial era superar la baja producción agrícola, con la que se buscaba erradicar el hambre en los países “subdesarrollados”, los resultados obtenidos no fueron los esperados.


Los monopolios agroindustriales, sustentados en las facilidades que otorga el neoliberalismo, lejos de solucionar el problema del hambre o de mejorar la producción agrícola, propiciaron varias problemáticas, algunas preexistentes y otras novedosas; como la concentración de la tierra y los latifundios, y la expansión de los cultivos transgénicos, hecho que no solo empeoró las condiciones nutricionales de la población, sino que limitó el acceso a los derechos económicos, además de restringir la autodeterminación alimentaria.

Colombia, un país eminentemente agricultor, no escaparía de esta nueva realidad. Sin embargo, las consecuencias para el campesinado nacional y las comunidades indígenas y afro serían nefastas. La aceleración agroindustrial, sumada al modelo neoliberal imperante en la región, conllevó una serie de políticas económicas que derivarían en un sinnúmero de tratados fundamentados en la libertad de comercialización.



En el año 2012 el entonces presidente Juan Manuel Santos lograba consolidar el esfuerzo de varios gobiernos anteriores, y anunciaba como promesa de salvación económica el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos de América. Mientras el otrora presidente de Colombia aseguraba la creación de 250 mil empleos directos y 500 mil mas en un lapso de 5 años, además del acceso a un mercado con más de 300 millones de consumidores, su homólogo Barack Obama daba a ciudadanos y empresas norteamericanas un parte de absoluta tranquilidad y victoria. La realidad que transcurría detrás de aquel escenario político era bastante compleja para este lado en contraste con un país con altos índices de productividad y tecnificación agrícola.


Para aquel entonces, la materialización de un escenario desfavorable para el agro colombiano ya se venía gestando con la expedición de la Resolución 970 de 2010, expedida por el ICA (Instituto Colombiano Agropecuario), resolución que a todas luces parecía una imposición del gobierno norteamericano para presionar la firma del tratado.

La normatividad expedida reguló la tenencia, uso, producción y comercialización de semillas que no estuviesen certificadas por el ICA, y, aunque en principio parecía que esto contribuiría a una mejor calidad de las semillas y a una tecnificación en la producción agrícola, terminó convirtiéndose en una persecución al campesinado colombiano y a los saberes ancestrales de las comunidades indígenas y afrocolombianas.




La certificación de las semillas depende de procesos de alteración genética, fertilización y fumigación que pretenden mejorar la calidad de las semillas y de la producción, lo que no termina siendo necesariamente cierto. Este proceso conlleva actividades científicas que son protegidas por los derechos de propiedad intelectual, lo que otorga derechos de uso y comercialización exclusivamente al productor de la semilla. Así las cosas, la ecuación se hace cada vez más simple de entender, pero más compleja de digerir. El campesino solo puede tener semillas que hayan sido certificadas por la autoridad competente, pero dicha autoridad solo certifica semillas que sean tratadas con estándares imposibles de cumplir para un pequeño o mediano productor, lo que implica que este deba comprar la semilla “certificada”; sin embargo, como esta semilla goza de derechos de propiedad intelectual, solo puede ser usada una sola vez, y su almacenamiento y/o reproducción es un crimen que se castiga con la imposición medida de aseguramiento intramural.


La ofensa se consolida cuando los derechos de propiedad intelectual imposibilitan el acceso de campesinos, indígenas y comunidades afro a las semillas, que no solo habían sido históricamente gratis, sino que han hecho parte de los saberes ancestrales y culturales que conforman la identidad de un alto porcentaje del país, y que, sin dudas, son la parte fundamental del legado cultural inmaterial de Colombia.



No es un secreto que la industria semillera y agraria ocupa un lugar preponderante en el mercado global, tampoco es difícil de concluir el por qué. La soberanía alimentaria de Colombia se ve golpeada con los esfuerzos políticos de nuestros gobernantes que apuntan a negociar tratados de libre comercio; esos que contribuyen al empobrecimiento de un sector ya bastante golpeado por el conflicto armado y las condiciones de infraestructura, factores que impiden en gran medida el desarrollo de este renglón de la economía nacional.


Hay lugar a plantearse un par de cuestiones. La primera, ¿cuántos países desarrollados económica y productivamente practicaron el libre comercio en su proceso de desarrollo? Y la segunda, si partimos de la concepción básica y superflua de que la soberanía es la capacidad de los Estados de ejercer control sobre su territorio, recursos y ordenamiento jurídico, y de que los tratados internacionales imponen condiciones que atentan contra la identidad cultural y alimentaria, restringiendo el uso del suelo para el cultivo de semillas nativas y su posterior comercialización, ¿podríamos hablar de que gozamos de plena soberanía?


¡FELIZ DÍA DE LA INDEPENDENCIA!



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