Fabio Vallejo
Siempre ha existido una conexión entre la muerte y lo maldito. Para muchos, la forma en como se vive y aun como se abandona este mundo está condicionada a un registro preexistente de hechos; a una Providencia que encarna la justicia absoluta, que ausculta sobre lo oscuro, que esculca entre los abismos para decretar el camino de fortuna o miseria en proporciones directas.
Esa es la idea más exacta que existe de lo que es justo en cinco mil años de historia escrita. Aun hoy es un modelo ininteligible, etéreo, que precisaría un operador impoluto que interprete una partitura ambivalente, de oberturas y réquiems.
La muerte es tal vez la consecuencia predilecta de esa justicia terrena, fundada en el principio de represalia. Quien la sufre materializa una ilusión colectiva de se que ha compensando su transgresión y retornando el equilibrio.
El peso de nuestros muertos ha desmentido con creces este ingenuo espejismo. Nunca volvió el equilibrio, nunca se compensó nada; pasaron los 50 años predichos por Gaitán y las aguas siguen lejos de regresar a su nivel normal.
De ahí que un morbo infundado pero persistente me susurra una explicación mística: ¿y si esta es una tierra maldita?
En lo que puede llamarse el epílogo del viejo testamento, encontré la siguiente advertencia:
6 Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición.
La cita canónica pareciera acomodarse con cierta precisión, y podría tener cabida desde la siguiente premisa: (i) Colombia es una tierra de padres ausentes, de hijos indeseados, paraíso de la inasistencia alimentaria; de maltratadores, cerdos desalmados que evaden su propia sangre; de menores desarraigados del juego y del salón de clase; de familias separadas por el hambre como raíz de todas las violencias.
Y es que en el segundo país más feliz del mundo, atrás, en la tramoya de los escritorios y cifras oficiales, existen doce mil niños aguardando un hogar adoptivo. Desde 1997 y hasta el año pasado, fueron dados en adopción cuarenta y nueve mil. El equivalente a 6 menores afrontando procesos de adopción diariamente durante 22 años consecutivos.
Esta sola cifra es un depresivo que justificaría el derrumbamiento de todo el establecimiento hasta sus cenizas; fue este quien desmanteló El Contrato Social hasta el lupus est homo homini, para que aullemos errantes hacia la Colombia que ha logrado refundar: un Estado naturaleza tropical con dos océanos de aguas negras y tres cordilleras de selvas para partirnos la madre entre prójimos.
Ciertamente coexiste en esa misma cita de Malaquías una fórmula esperanzadora: volver el corazón, abarcando todo el contexto posible de las relaciones humanas.
Pero qué va, eso no pasará.
Ojalá pueda ver algo de ese día grande y terrible; aun a costa de mi incierto paradero y destino final de mis propias iniquidades, será maravilloso observar el descenso de aquellas almas despojadoras hasta las profundidades del averno, sus muecas interminables del llanto y crujir de dientes.
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