Fabio Vallejo
Bajo este paraíso que usted y yo tenemos en frente, en el subsuelo, yacen los muertos. Los buenos muertos, que quede claro. En 10.000 años, estas tierras serán codiciadas por la ciencia; debe ser fascinante desentrañar qué clase de homínidos habitaron estas montañas agrestes; sus rituales oscuros, misteriosas momias que vagaron errantes extraídas de cauces de extraños ríos de mercurio . Pero hoy, en Colombia, la muerte es nuestro único y verdadero patrimonio. Es como una pequeña maleza: tropical, fértil, omnipresente, precursora, inflamable, y que además ayuda a borrar la tierra removida. En las ciudades, cruza los andenes, aguarda la mano dadivosa en la entrada del supermercado, respeta digna las filas en las EPS. Prefiere el vaho moribundo de los rincones atestados de basura. Frecuenta semáforos. Se aglutina en las faldas de las urbes. Se persigna y apuesta, se destiñe y absorbe lo sucio. Duerme en periódicos, bucea río abajo en apnea infinita, se dispersa licenciosa entre las casas de pique. Se escabulle entre desagües y muladares, destilando un ciclo que se degenera a sí mismo, como el uroboro. Se puede hablar con ella. Tiene un acento vernáculo, o lo que es más, un seseo característico de argucias y entuertos degenerados en jergas callejeras y sus variantes. Así y todo, discursa y ejecuta, invoca y recaba, cosecha sin siembra. Pero ¿qué creían?. Es que es la muerte; la que sí es profeta en su tierra, la que peca, reza y empata.
Dirán con cierto soslayo algunos, que la muerte es simplemente una apátrida que ulula desprevenida en patrones uniformes a lo largo y ancho de este país yermo. Bastardos desheredados que la niegan como única y verdadera reivindicadora de los alienados, y a quienes de seguro volverán algún día, burdos, obcecados, sedientos, languideciendo. En fin, todos unos inicuos, indignos incircuncisos de alma que no la merecen. Al menos no todavía.
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