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Estipendio


Fabio Vallejo




"...Salimos del batallón hacia uno de los cerros tutelares de la ciudad. Estaríamos acampando por un mes, como ejercicio final de instrucción militar .


Caminamos a través de senderos, trochas, matorrales, en todos los horarios y climas, hasta instalar nuestro campamento en la meseta, esa gran tribuna suroccidental de la ciudad.


Como parte obligatoria del orden del día, y antes de ir a descansar, el suboficial a cargo asignaba la guardia nocturna. Esa vez me correspondió el turno de 12 a 3 de la madrugada. A la media noche alguien me llamaba desde la entrada de la carpa, o más exactamente, del cambuche triangular resultante de un plástico grueso y dos pedazos de cabuya.


Llovía indolentemente. Consideré seriamente no ponerme de pie. Sin embargo, no salir podría significar un par de años de cárcel. Saqué un poncho, y me tercié el viejo fusil Galil número 0025918. Caminé 10 pasos hacia la vanguardia, dando la espalda al vivac. Escogí un punto para quedarme parado, a la espera de absorber 3 horas de lluvia.


El poncho tenía fisuras y a través de estas el agua se filtraba por dentro del uniforme. El frío pasó a un segundo plano al observar ese escenario lúgubre: una extraña niebla cobriza dispersaba las escasas luces de una incipiente ciudad eclipsada entre nubes destellantes de relámpagos.


Hubo por supuesto tiempo para pensar en una muerte repentina, en el acecho del enemigo, el delirio de creer ver siluetas, o de oír el ritmo de pasos entre el fango.


Nada sucedió. Al percibir que ni siquiera la muerte iba a salir esa noche, comencé a pensar en lo que vendría después de la milicia. En quienes amaba. En la memoria de mis padres. En la incógnita del desenlace de mi vida.


Era surreal estar armado y al mismo tiempo a merced de tan oscuro silencio.


Por razones obvias estaba prohibido el uso del radio. Aun así, era casi obligatorio tener uno. Cuando sentía el sueño prevalecer sobre el frío, lo encendí.


Esculcando el dial, me estacioné en el noticioso. 1999 fue otro año de terror, algo casi normal. Sin embargo, escuchar las desgracias y tragedias de los atentados, secuestros, bombas y muertos tenía un significado diferente. Esta vez era parte de ese escenario; era aterrador oír como el reporte periodístico de repente coincidía con lo que parecía el sórdido relato de un inevitable destino de muerte.


Pasaron esas noches y por fin llegó el momento de regresar de aquella campaña. El principal aliciente era la ducha y la asignación. El Ministerio de Defensa nos entregaba un estipendio de $28.000 mensuales. Ese dinero se usaba para comprar implementos de aseo personal y una que otra visita a la cafetería.


Parte del folclor era hacer burla y recibir de mala gana esa chichigua.


El último día del mes nos hacían formar en un campo abierto. El mayor Rondón, ejecutivo y segundo comandante, traía consigo un portafolios. Se disponía una mesa, un asiento portátil y comenzaba en orden alfabético: Acevedo, Álvarez, Arbeláez… Uno se acercaba, miraba como se desgranaban los fajos en dos o tres billetes, recibía el dinero y firmaba una planilla. La cafetería se inundaba. Todos querían darse el lujo de no ir a comer al rancho, al menos por un día.


Muchos disponíamos del estipendio a nuestro antojo. Pero un día vi como mi lanza lo guardaba entre sus botas hasta el siguiente domingo para entregarlo a su familia.


Sentí un estupor de pensamiento que me revolvía el alma. Era la primera vez que podía divisar las brechas de la desigualdad, a partir de mi propio orgullo y autocomplacencia."


Fragmento de "Silencios Inéditos"


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