Fabio Vallejo
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Las palabras son mucho más que ladrillos inanimados. Hoy traigo una en especial: Revolución. Desde su simple grafía y hasta el momento en que se pronuncia, arrastra consigo una extraña inercia. Para muchos una palabra sucia, sacrílega, generalmente relacionada a una falsa univocidad alrededor de su constante uso en contextos sociopolíticos. Por supuesto que tiene ese alcance, pero va más allá. De hecho, la extraordinaria transformación que enfrentó la humanidad al pasar de ser nómada a sedentaria hace 10 mil años, es conocida como la revolución neolítica.
Uno, apenas uno de los inmensos cambios que trajo esta revolución fue el nacimiento de la propiedad, y desde este concepto uno trascendental: el hogar como territorio.
A partir de ese día nació otra dimensión humana. Tener un hogar hizo posible el destierro: huir, peregrinar, reasentarse, esparcirse entre las sabanas y estepas, montañas y collados hasta que, el peso del tiempo y los recuerdos, termine por sembrar la angustia suficiente para encontrar (o imaginar) una senda de regreso.
Esa sensación, o ideal de retorno, ha trascendido la historia. Naciones, pueblos, etnias, criminales, creyentes, refugiados, aventureros, migrantes. Cielos e infiernos.
Todos hemos deseado volver como acción reivindicatoria.
Respetando las proporciones, una de esas angustias personales me remite a extrañar un sentimiento de hogar que nunca ha sido reemplazado: la casa y el barrio, uno como parte del otro.
Si bien podría justificarme bajo circunstancias subjetivas, vengo a hacerme parte de esta versión libre como confeso responsable. Decidí huir, tras la huella de falsos espejismos de progreso.
Aun así, los desafueros del tiempo, y la extrañeza de estas calles estériles, flemáticas y desteñidas de silencio, han abierto una náusea, un desencuentro, una incompletitud, o un afán de encontrar una ruta de regreso.
Una ventana hacia las calles habitadas: a las lomas, las paredes rústicas, las casas uniformes. Hileras divididas en cuadras, pequeños cubiles compartidos en los que también fui criado por vecinos.
La tienda y la acera, sendero de dichas: balones, rayuelas, patines, bicicletas.
La cabina rojiza del teléfono público.
Finalmente, y sobre todo lo terreno: la cancha, el cuadrilátero perfecto;
La esquina, la entrada a la calle.
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