Fabio Vallejo
En uno de mis anteriores empleos, escuché la escabrosa historia de un jefe que se preciaba la costumbre de leer a su hija en la noches, a modo de cuento para dormir, el texto del Código Civil. Aun hoy, años después de ese desafortunado comentario, y de echar de menos con cierto estupor el destino final o paradero de la pequeña, en medio del pasar de las noches hablando de piratas y dinosaurios con Martín y Pablo, reflexionaba en un breve soliloquio sobre lo absurdo de aquella escena; creía ver a ese sujeto abriendo un libro verdoso, ese palimpsesto desabrido que se ensaña en rendir culto a la propiedad por sobre todas las cosas; una colección de normas de un mundo que ya no existe, en el que se perseguían abejas, se señalaba al prójimo como furioso loco y mentecato, y se escupía con el papel membrete del establecimiento a la sangre que veía la luz con el abyecto lastre de ser hijo natural o ilegítimo, por ser el producto de un “…dañado y punible ayuntamiento…”. Me indignaba cómo alguien podría estar malgastando innumerables fábulas e historias maravillosas para suministrar a un niño textos del aburrido mundo de los adultos.
Sin embargo, cualquier noche, mientras abríamos las páginas de “El Fantástico Mundo de los Piratas”[1], me correspondió leer la historia titulada: Corsarios, Bucaneros y Filibusteros. Mientras avanzaba, me encontré con el siguiente fragmento:
“Se le llamaba “corso” o “corsario” al capitán y los tripulantes de un barco que tenía “patente de corso”; es decir, “licencia para robar” a buques de otros países en época de guerra, amparados en la autoridad del rey. El corsario no era otra cosa que un pirata protegido legalmente por el gobierno de su país. En guerra con España, los gobiernos de Francia y de Inglaterra dieron muchas patentes de corso a verdaderos piratas, que así pasaron a actuar dentro de la ley, al menos para sus países de origen. Estas licencias tenían un vencimiento que luego podía extenderse. Los corsarios que se daban el lujo de sobrevivir a una vida tan peligrosa disfrutaban su vejez como ricos nobles, y hasta podían ser condecorados y tratados como grandes patriotas, si habían obtenido éxito en sus correrías. El corsario más famoso fue Francis Drake, el preferido de la reina Isabel I de Inglaterra. (…) Según contaba el propio Drake, hasta tuvo que dejar oculto un importante botín en un cofre enterrado, ya que era demasiado pesado para llevarlo de regreso…”
La historia terminó. Los pequeños y sus pijamas se arroparon en sus cobijas y tras los ritos de dar gracias y despedirnos, apagué la luz. Sin embargo, al cerrar la puerta, sentía el eco de las palabras recién dichas de ese texto, que trastornaban mi aparente tranquilidad. Me cuestioné severamente, temiendo haber caído en la práctica de aquel viejo ridículo.
Y es que es inevitable no querer traer ese fragmento a la realidad que nos tocó vivir y el desastroso rumbo que se cierne sobre esta tierra. Como lo dijo alguna vez el profe Gilberto Tobón, este país está diseñado para el latrocinio. La descripción básica de las patentes de corso, de cómo se puede tener licencia para robar con la complicidad de la ley para apoderarse de un botín tan escandaloso que tenga que enterrarse, y que de sobremesa se reciban estruendosos reconocimientos protocolarios y condecoraciones para resaltar esas gestas delictivas es demasiado folclor para ser resistido como radiografía de nuestro patrimonio político.
Con el pasar de los lustros, desfilan una tras otra en una hilera interminable las bandas de ladrones que desangran el erario desde adentro y a quienes se les debe seguir rindiendo tributo.
Más allá del despreciable manto de legalidad amañada, los corsarios siempre serán ladrones; eso sí, subordinados lavaperros que tienen tarifa y que solo son superados por el reyezuelo, quien mancha sus manos con sangre como precio de sus combinaciones secretas.
Nuestra actualidad está infectada desde el núcleo por este modelo de Estado. Las leyes, que se supone nos darían la libertad, terminan cediendo a ellos, quienes las mancillan a su medida. El pueblo, el constituyente original, se deslumbra cada cuatro años con espejos y baratijas producto de las sobras de las maquinarias electoreras; muerde el anzuelo, desciende a las profundidades de la miseria, se revuelca en su propio estiércol.
Sin embargo, nunca hay un revulsivo suficiente. Los corsarios modernos recuperan el control de esta finca una y otra vez aplicando el mismo modelo, hasta ahora infalible.
¿Llegará algún día el llamado de la dignidad? ¿Se alzará por fin una voz que reivindique la esperanza perdida, que recoja la sangre del pueblo derramada desde el Bogotazo y pacifique las aguas borrascosas hasta su nivel normal?
Y aún más, cuando sea realidad ese llamado, ¿estaremos prestos a aceptarlo, y a contárselo con dignidad a nuestros hijos, de cómo fuimos capaces de construirles un futuro?
[1] Vacarini, Franco. Literatura infantil. Latinbooks international. Uruguay, 2009.
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