Fabio Vallejo
Me introduje entre las sábanas atormentado por un pensamiento recurrente.
La luz tímida de la lámpara en la mesa de noche me hacía ver la sombra del fracaso, como entidad casi tangible, autoproclamando una larga estadía en los asuntos de mi vida. Ya era inútil repasar las causas de su llegada. Quería desoírlas, huir de la voz del fuero interno y sus juicios, y abrazar la superstición. Quería pensar que tal vez, si revisaba mis acciones en el tiempo con el detalle suficiente, podría encontrar algún hecho siniestro al que pudiera culparle mi desgracia.
Me sobrecogió rememorar la culpa, la amargura, la conciencia de la auto decepción. Pero además de eso, no podía hallar ninguna singularidad. Pasé por veinte años de adultez, flotando fuera del marco.
El velo del tiempo seguía descorriéndose, a través de los lustros, como purificándose hasta llegar a la ingenuidad, esa que apenas lograría identificar.
Cuando estaba a punto de finalizar la paranoia, mientras despuntaba el alba y el peso del sueño se hacía insoportable, recuperé un recuerdo remoto.
Estaba en quinto de primaria.
Vi a la profe Julia.
Nos ponía una tarea, y permitió que saliéramos del salón de clase. Nos fuimos esparciendo a lo largo de un inmenso corredor.
Estaba al lado de Johan, estudiando la lección.
Mientras escribíamos, nos cubrió una sombra. Un gallinazo eclipsaba la luz del sol mientras batía sus alas en un extraño vuelo; al parecer nunca vio el saliente del techo de la escuela y sus tejas de barro. En un segundo, y a costa de rectificar el rumbo, maniobró desesperadamente, pero desprendiéndose de un gran pedazo de carroña que traía entre sus garras.
La inercia condujo ese trozo pútrido justo hasta el lugar en el que estaba sentado, aterrizando entre mis piernas.
Al primer instante, parecía una especie de serpiente, por su gran tamaño y forma cilíndrica. Pero pronto supe que eran vísceras. Cuando creí que su aspecto brumoso y violáceo era suficientemente perturbador, comenzó a despedir un vaho de podredumbre asfixiante. Johan se levantó y huyó casi tan rápido como aquel buitre. La carne nauseabunda desbordaba las páginas de mi cuaderno.
Permanecí, congelado. El revuelo surgió mucho más rápido que cualquier ayuda.
Por fin llegó la profe Julia. Traía una bolsa y rollos de papel sanitario. Titubeó. La vi cerrar sus ojos mientras contenía la respiración y asía la carne muerta con sus delicadas manos de religiosa.
La visión finaliza dirigiéndome a casa, llorando por un dolor incomprensible y desconocido.
Mi idea inicial se había fortalecido. No podía ser un episodio aislado. Tenía que existir una conexión, un origen siniestro.
La misma profe Julia nos contaba cómo las apariciones de vírgenes y santos a los niños buenos provenían de un entorno inocente y diáfano que colmaba las expectativas de un cielo dadivoso y complaciente en abundancia.
Lo mío era exactamente lo mismo en la dirección opuesta. Una simetría negativa, un lado oscuro de la luna.
Una especie de antiepifanía, una antimateria religiosa.
¿Qué clase de iniciación era esta? ¿Qué podría estar más cargado de simbolismo que ser ungido con el bálsamo de la muerte por el ave de todas las muertes?.
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